Rosario y Pilar aún no han
sacado las sillas bajas a la puerta de casa para tomar el fresco como cada
tarde. Y eso que hace ya un rato que el sol dejó de sacarle brillo a los cantos
rodados de la calle, pero es que hoy esperan una visita a la que no van a
recibir, y hasta que no se vaya no saldrán.
Rosario está soltera, soltera
vieja, como llaman en el pueblo a las solteras de su edad. Pilar está viuda y
tiene dos hijos y cinco nietos. Las dos viven en esa casa desde que nacieron,
Pilar seis años antes que Rosario. Las dos visten igual, a la antigua usanza:
sayas oscuras hasta la pantorrilla y blusa oscura metida por dentro; las
medias, en verano, de color carne y en invierno, negras. El peinado no varía,
rodete en la nuca. Rosario y Pilar nunca han podido vivir la una sin la otra.
Ahora menos.
—Le dices que no estoy. Que me he
ido a casa de Gregoria. Sí, eso, que he ido a ver a Gregoria. Que está en la
cama, dile —dice Rosario, balanceando su mecedora como si tuviera que ganar
algún campeonato a la más rápida.
Gregoria estaba esta mañana
vendiendo sus patatas y sus cebollas en el mercado hecha una rosa, piensa Pilar, sentada cerca de su hermana, mientras sigue cosiéndole unas puntillas
a la funda de un cojín, sin inmutarse.
—O mira, no. No le digas eso.
Mejor dile que soy yo la que estoy mala. Que tengo fiebres y no puedo
levantarme. No vaya a ser que si le dices que estoy de visita quiera volver
luego.
Aunque ya tienen timbre, en la
puerta suenan tres golpes dados con el llamador de mano. Rosario frena la
mecedora y se pone de pie. Pilar ensarta la aguja en la tela y deja la
costura en el cesto que tiene a los pies. Se levanta con la misma tranquilidad
de siempre y guarda sus gafas en la funda. Las dos hermanas están de pie frente
a frente.
—Dile que tengo colitis. Que me
cago patas abajo —a Rosario se le queda en la cara esa expresión jocosa que tan
bien conoce Pilar.
No sería raro. No has parado de
comer desde que ayer nos dijo Don Ismael que Ramón está aquí y que hoy vendría
a verte, piensa Pilar, moviendo la cabeza resignada, mientras se va hacia la
puerta.
Cómo puede haberle dado Dios a mi
hermana este aplomo, Jesús bendito, piensa Rosario, mientas se lanza hacia la
ventana que hay cerca de la puerta y separa los visillos un poco. Lo justo para
poder ver sin ser vista. Ahí están los dos. Tal como dijo Don Ismael: Ramón y
su mujer. Ramón está muy calvo, tiene una nariz garbancera que no parece la
suya, ha engordado mucho, tiene papada y bolsas en los ojos. Eso sí, su mirada
sigue siendo azul como el cielo. Rosario tiene toda su atención puesta en lo que
ve y apenas escucha lo que hablan. Sólo oye algunas palabras sueltas dichas por
su hermana y Ramón. Aquí no se te ha perdido nada. Reconciliación, Pilar. Lo
que sí oye Rosario con claridad en ese momento son otras palabras más viejas. No puedo
quedarme, amor mío. Si no me voy antes de que esto acabe, me matarán. Me voy a
Francia. Espérame, no puedo vivir sin ti, vida mía. Volveré y te llevaré
conmigo. Bah, palabras al viento. Si me hubiese querido de verdad no habría
tardado cuarenta años en volver. ¡Y casado con una francesa! Un coche
empapelado con la cara de Adolfo Suárez atraviesa la calle con el altavoz del
techo cantando a todo volumen “Vota libertad”. Ramón viste como los ricos.
Americana azul marino y camisa blanca. La raya del pantalón está impecable.
Ella es francesa. Pero francesa, francesa, Jesús bendito. Qué pelo más rubio y
más bien peinado. Y ese pantalón, tan azul y tan brillante. El blusón, qué de
flores y de coloridos tiene. Los tacones son de medio metro por lo menos. Jesús
bendito. La francesa gira la cara hacia la ventana y Rosario suelta los visillos
de golpe. Será zorra. Esa me ha olido.
Pilar cierra la puerta y entra.
—Asunto concluido—le dice a Rosario, que la espera de pie en la salita, retocándose las agujas del moño,
nerviosa, como cuando algo la pilla con el paso cambiado—. ¿Podemos ya salir a
la puerta de la calle a tomar el fresco?
—Ramón está viejo, viejo. No me
digas que no. Y ella, un loro.
—Claro, y tú y yo somos Sarita
Montiel. Trae las sillas, anda.
FIN
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