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viernes, 6 de enero de 2017

AQUELLA NAVIDAD




Araceli entró en la cocina restregándose los ojos. Su madre desgranaba unos guisantes mientras en la radio las voces de unos niños cantaban una letanía de números y pesetas.

—Hola, vida mía —le dijo su madre—. Has dormido hasta las tantas.

—¿Qué cantan en la radio? —preguntó.

—Es el sorteo de la lotería de Navidad. Tu padre y Daniel compraron participaciones de lotería en sus trabajos. Si nos tocara, aunque sea un poquito... —dejó los guisantes y fue a prepararle el desayuno.

Hacía días que su madre andaba triste. Sobre todo cuando se hablaba de la Navidad. Ya fuera en las tiendas, “es el primer año que las pasaremos solos, lejos de nuestras familias, y echo mucho en falta a mis padres, mis hermanos, mis tías…”, o en casa, “no tengo ilusión en celebrar la Navidad, y que me perdone Dios, pero si pongo adornos en casa es sólo por la niña”, solía decir, con los ojos humedecidos. A Araceli no le gustaba ver así a su madre, más teniendo en cuenta que ella estaba feliz. Gracias a la Navidad tenía vacaciones en el colegio y durante unos días no vería a la monja gruñona, ni a su madre arrodillada fregando los suelos de ese colegio, podría jugar mucho rato con sus amigas de la escalera, leer los cuentos viejos que su hermana Rosa le traía de la casa donde trabajaba de sirvienta o acompañar a su madre a comprar y a todas partes. Además, en esos días todo era diferente, extraño, todo el mundo estaba alegre y triste a la vez.

Las explanadas de la calle se llenaron de grupos de pavos que no paraban de graznar mientras su dueño les atizaba con una vara y voceaba el precio al que los vendía. Los puestos del mercado estaban abarrotados de todo, incluso había puestos de venta de zambombas y panderetas en los alrededores. Desde la ventana de su habitación veía como el podio del guardia urbano que había en el cruce de la carretera se llenaba de turrrones y botellas de champán. En el trabajo, a su padre y a sus dos hermanos les dieron un paquete lleno de cosas de comer, polvorones, turrón, champán, vino… El de Antoñito, que se colocó de aprendiz de dependiente en una ferretería, traía incluso una caja de alcayatas. La llegada a casa con el paquete se convertía en un acontecimiento. Por la noche le pedían a Araceli que lo abriera, y mientras ella y Rosa sacaban lo que traía dentro entre las exclamaciones y la alegría de los cuatro hermanos, su madre se secaba las lágrimas con el borde del mandil y su padre los miraba fumando suu eterno cigarrillo en silencio, junto a la estufa. A Rosa, los señores de la casa en la que servía le dieron dos tabletas de turrón y cien pesetas que su madre le guardó para ir comprándole el ajuar. A Araceli le encantaba todo ese ambiente. Le encantaban las luces de colores que adornaron las calles del centro de la ciudad, los adornos navideños de las casas de sus vecinas y de las tiendas, las bolas de colores y sus brillos. Le gustaba todo menos la tristeza de su madre.

El día de Nochebuena por la mañana, cuando Araceli y su madre volvían del mercado, había un gran revuelo en casa de la portera. Por lo visto, la Lucre, la vecina del tercero, se puso de parto, y cuando salía para la clínica tuvo que meterse en la portería porque el niño decidió nacer allí mismo. A mediodía subió con su madre a conocerlo. Al niño le pusieron de nombre Jesús. La abuela dijo que se lo había ganado por sus fueros.

Por la noche su madre guisó una cena especial, de Nochebuena. Mientras la preparaba llegaron a casa Juan, Paco y Vicente, tres chicos del pueblo que vivían en una pensión y venían a recoger la ropa que su madre les lavaba. Los invitó a cenar pero la dueña de la pensión ya había hecho el gasto de su cena, dijeron, así que vendrían después, a los turrones. Antes de irse le dieron a Araceli dos pesetas cada uno. “Los Reyes Magos se han adelantado”, le dijo su madre. Eso era un pequeño tesoro y quiso dárselo para contribuir al gasto de propinas que ese día tuvo con el barrendero, el sereno y el basurero, que habían llamado a la puerta dándole una tarjeta de felicitación. Su madre le dio un beso y le dijo que se las quedara para ella, para sus gastos en el kiosco. Cuando acabaron de cenar llegaron, tal como prometieron, los tres jóvenes paisanos. También bajó el padre de Jesús, el niño recién nacido, con sus otros hijos, Juani, la amiguita de Araceli, y Apolonio, amigo de Antoñito. Vinieron además otras dos vecinas, dos hermanas solteras, extremeñas. Su madre trajo los turrones a la mesa,  polvorones, rosquillas de anís que había hecho el día anterior y barquillos, y su hermano Daniel abrió el champán. Todos cantaron villancicos y tocaron panderetas y zambombas. Su madre por fin estaba alegre y reía. Su padre, sentado a un lado de la mesa, hasta rió a gusto cuando Daniel se cayó de culo y le vertió la copa de champán en la espalda a una de las hermanas extremeñas. Araceli era la más feliz de todos.

Cuando en Nochebuena su yerno preguntó qué sentido tenía la Navidad en el siglo XXI Araceli no supo qué contestarle, pero a su mente acudió, como tantas veces durante toda su vida, aquella Navidad en la que todo fue posible. Quizá eso fuera la Navidad, pensó, el refugio donde cobijar la memoria de nuestra inocencia.

FIN


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