Araceli entró
en la cocina restregándose los ojos. Su madre desgranaba unos guisantes mientras
en la radio las voces de unos niños cantaban una letanía de números y pesetas.
—Hola, vida mía —le dijo su madre—.
Has dormido hasta las tantas.
—¿Qué cantan en la radio?
—preguntó.
—Es el sorteo de la lotería de Navidad.
Tu padre y Daniel compraron participaciones de lotería en sus trabajos. Si nos
tocara, aunque sea un poquito...
—dejó los guisantes y fue a prepararle el desayuno.
Hacía días que
su madre andaba triste. Sobre todo cuando se hablaba de la Navidad. Ya fuera en
las tiendas, “es el primer año que las pasaremos solos, lejos de nuestras
familias, y echo mucho en falta a mis padres, mis hermanos, mis tías…”, o en
casa, “no tengo ilusión en celebrar la Navidad, y que me perdone Dios, pero si pongo adornos
en casa es sólo por la niña”, solía decir, con los ojos humedecidos. A Araceli no
le gustaba ver así a su madre, más teniendo en cuenta que ella estaba feliz.
Gracias a la Navidad
tenía vacaciones en el colegio y durante unos días no vería a la monja gruñona,
ni a su madre arrodillada fregando los suelos de ese colegio, podría jugar
mucho rato con sus amigas de la escalera, leer los cuentos viejos que su
hermana Rosa le traía de la casa donde trabajaba de sirvienta o acompañar
a su madre a comprar y a todas partes. Además, en esos días todo era diferente, extraño, todo el mundo estaba alegre y triste a la vez.
Las explanadas
de la calle se llenaron de grupos de pavos que no paraban de graznar mientras
su dueño les atizaba con una vara y voceaba el precio al que los vendía. Los
puestos del mercado estaban abarrotados de todo, incluso había puestos de venta
de zambombas y panderetas en los alrededores. Desde la ventana de su habitación
veía como el podio del guardia urbano que había en el cruce de la carretera se
llenaba de turrrones y botellas de champán. En el trabajo, a su padre y a sus dos
hermanos les dieron un paquete lleno de cosas de comer, polvorones,
turrón, champán, vino… El de Antoñito, que se colocó de aprendiz de dependiente
en una ferretería, traía incluso una caja de alcayatas. La llegada a casa con
el paquete se convertía en un acontecimiento. Por la noche le pedían a Araceli
que lo abriera, y mientras ella y Rosa sacaban lo que traía dentro entre las
exclamaciones y la alegría de los cuatro hermanos, su madre se secaba las
lágrimas con el borde del mandil y su padre los miraba fumando suu eterno cigarrillo en
silencio, junto a la estufa. A Rosa, los señores de la casa en la que servía le
dieron dos tabletas de turrón y cien pesetas que su madre le guardó para ir
comprándole el ajuar. A Araceli le encantaba todo ese ambiente. Le encantaban
las luces de colores que adornaron las calles del centro de la ciudad, los
adornos navideños de las casas de sus vecinas y de las tiendas, las bolas de
colores y sus brillos. Le gustaba todo menos la tristeza de su madre.
El día de
Nochebuena por la mañana, cuando Araceli y su madre volvían del mercado, había
un gran revuelo en casa de la portera. Por lo visto, la Lucre, la vecina del tercero,
se puso de parto, y cuando salía para la clínica tuvo que meterse en la portería
porque el niño decidió nacer allí mismo. A mediodía
subió con su madre a conocerlo. Al niño le pusieron de nombre Jesús. La abuela
dijo que se lo había ganado por sus fueros.
Por la noche
su madre guisó una cena especial, de Nochebuena. Mientras la preparaba llegaron
a casa Juan, Paco y Vicente, tres chicos del pueblo que vivían en una pensión y
venían a recoger la ropa que su madre les lavaba. Los invitó a cenar pero la
dueña de la pensión ya había hecho el gasto de su cena, dijeron, así que
vendrían después, a los turrones. Antes de irse le dieron a Araceli dos pesetas
cada uno. “Los Reyes Magos se han adelantado”, le dijo su madre. Eso era un
pequeño tesoro y quiso dárselo para contribuir al gasto de propinas
que ese día tuvo con el barrendero, el sereno y el basurero, que habían llamado
a la puerta dándole una tarjeta de felicitación. Su madre le dio un beso y le dijo que
se las quedara para ella, para sus gastos en el kiosco. Cuando acabaron de
cenar llegaron, tal como prometieron, los tres jóvenes paisanos. También bajó
el padre de Jesús, el niño recién nacido, con sus otros hijos, Juani, la
amiguita de Araceli, y Apolonio, amigo de Antoñito. Vinieron además otras dos
vecinas, dos hermanas solteras, extremeñas. Su madre trajo los turrones a la
mesa, polvorones, rosquillas de anís que
había hecho el día anterior y barquillos, y su hermano Daniel abrió el champán.
Todos cantaron villancicos y tocaron panderetas y zambombas. Su madre por fin
estaba alegre y reía. Su padre, sentado a un lado de la mesa, hasta rió a
gusto cuando Daniel se cayó de culo y le vertió la copa de champán en la
espalda a una de las hermanas extremeñas. Araceli era la más feliz de todos.
Cuando en
Nochebuena su yerno preguntó qué sentido tenía la Navidad en el siglo XXI Araceli no supo qué contestarle, pero a su
mente acudió, como tantas veces durante toda su vida, aquella Navidad en la que
todo fue posible. Quizá eso fuera la
Navidad, pensó, el refugio donde cobijar la memoria de
nuestra inocencia.
FIN
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