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miércoles, 2 de noviembre de 2016

UNA OUIJA LA NOCHE DE DIFUNTOS




Los hechos que a continuación se relatan ocurrieron entre 1975 y 1976.

Juan y Santigo se conocieron en la Academia Militar de Villaverde Alto, en Madrid. Habían llegado desde sus respectivos campamentos para acabar de cumplir el servicio militar. Juan era Sevillano pero vivía en Barcelona desde niño. Era un chico alto y fuerte, de carácter alegre y extrovertido. Inquieto por naturaleza sentía curiosidad por todo lo que le rodeaba. Tenía además un fuerte impulso protector, que lo hizo adoptar a Santiago en cuanto lo vio por primera vez en el patio de la Academia, cargando con su macuto, casi más grande que él y con aquella expresión de desamparo en sus ojos. Santiago era tímido, de pocas palabras. Apenas sonreía, y cuando lo hacía era bajo una mirada triste y melancólica. Había nacido en Galicia aunque vivía en Burgos desde  pequeño. Allí trabajaba de dependiente en una ferretería. Los dos se hicieron inseparables. Los destinaron al mismo dormitorio y también compartían sitio en la mesa. Los fines de semana que tenían rebaje y no podían viajar a sus casas los pasaban recorriendo las calles, discotecas y bares de Madrid. Santiago siempre a la zaga de Juan, por el que ya sentía una abierta admiración y en el que había encontrado al mejor de los amigos

-Contigo entro hasta en la misma boca del diablo –le había dicho, una vez que Juan, siempre audaz y dispuesto a vivir experiencias, le propuso entrar en un garito de juego de mala muerte que inspiraba muy poca confianza.

La noche de difuntos Franco agonizaba y los soldados estuvieron acuartelados. Cuando se retiraban a su pabellón a dormir todos iban charlando, resignados. Un grupo bromeaba con fábulas sobre muertos y apariciones y alguien habló de la ouija. Una tabla, dijo, en la que estaba escrito el alfabeto y la numeración del cero al nueve y a través de la cual uno podía comunicarse con los espíritus de los muertos. Sólo era necesario un vaso y dos o más personas para invocarlos. Juan no había oído hablar de aquello hasta entonces y aunque el ocultismo no le había interesado nunca especialmente ahora sentía una atracción inaudita por aquel misterioso instrumento esotérico. Ante su curiosidad y su insistencia en probarlo el otro le dijo que aquel juego podía ser peligroso y que con él no contara. Y además de dónde iban a sacar una tabla de ouija allí, a esas horas y acuartelados como estaban. Un soldado dijo que bastaría con escribir letras y números en un folio y recortarlos uno a uno para tener algo parecido a la tabla. En menos de lo que tardó en oírlo Juan tenía los recortes de papel ordenados en círculo sobre el suelo, puso un vaso boca abajo en el centro y se arrodilló junto al improvisado mecanismo. Se sentía fascinado por ese desafío misterioso y estaba deseando probarlo. Los demás soldados, que agrupados en torno a él habían estado mirándolo embelesados mientras lo preparaba todo, dieron un paso atrás muertos de miedo cuando les pidió que se le unieran en la invocación a las ánimas. Corrían muchas supersticiones sobre las ouijas y ninguno estaba dispuesto a comprobar cuánto tenían de verdad.

-¿Tú, Santiago? –lo animó Juan, señalando el suelo con la barbilla.

Santiago, que se había mantenido en segunda fila, dudó unos segundos, lo miró a los ojos y vio su mirada clara y limpia de siempre. Se acercó y se arrodilló frente a él. Con el índice puesto sobre el vaso cada uno y rodeados de un silencio sepulcral Juan dijo unas palabras de invocación a los espíritus. Al momento el vaso comenzó a moverse. Todos contenían la respiración viendo al vaso moverse por las letras “s”, “o”, “y”, “n”, “i”, “c”, “o”, “m”, “e”… Cuando iba hacia la letra “d” Santiago, como si una descarga eléctrica le sacudiera, retiró el dedo del vaso y se levantó con la cara desencajada

-No quiero seguir –dijo, y se fue.

Al día siguiente, solos en una mesa de la cantina, Juan le preguntó por qué tuvo aquella reacción tan extraña

-Cuando mi madre era joven –le contó Santiago- el dueño de una fábrica del pueblo, un viudo con un hijo adolescente, la pretendió. Mi madre le dio calabazas porque ella y mi padre, que trabajaba en esa fábrica, andaban ya enamoriscados. Poco después se casaron y nací yo. Un día mi padre maniobraba un camión marcha atrás a la salida del almacén. Quien le indicaba los movimientos lo hizo tan mal que mi padre atropelló al hijo del dueño, que quedó muerto allí mismo. Aquél hombre denunció a mi padre por homicidio voluntario, incluso fue a una meiga a pedirle que nos echara mal de ojo. Mi padre acabó en el penal de Burgos. Mi madre tuvo que malvender la casa para irnos a vivir allí. Yo tenía cinco años. Mi padre enfermó de tuberculosis y murió en la cárcel. Aquél chico al que mi padre atropelló se llamaba Nicomedes.

Una semana después de que los licenciaran Juan ya se había incorporado a su trabajo de peón soldador. Un mediodía, cuando salía del taller, pensó en Santiago y lo llamó desde la cabina de teléfono que había en la calle. Le contestó una voz de mujer. Cuando preguntó por él hubo un silencio

-Soy su madre –contestó al fin la mujer- A Santiago lo enterramos ayer.  Lo atropelló un camión y murió en el acto.

A Juan se le paró la sangre. Salió de la cabina aterrado de espanto. Echó a andar sin voluntad, sin rumbo, sin fuerza en los músculos. En sus retinas tenía fijado el rostro triste de Santiago. Las palabras que acababa de oír al teléfono resonaban como un eco en su cabeza. Por eso no vio el semáforo rojo mientras cruzaba la calle, ni oyó retronar el claxon del camión que a la velocidad del diablo lo arroyó por la izquierda.