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jueves, 29 de diciembre de 2011

Los asaltantes del Tiempo

La persistencia de la memoria, Salvador Dalí



Empaquetaba los libros y los colocaba con cuidado en las cajas cuando de repente me puse a hojear uno, sin saber por qué. Lo retuve un instante, acariciándolo, sin apenas poner atención al título, y lo abrí. No leía. Tan sólo paseaba la vista por sus letras sin fijarme en lo que decían. Pasé unas hojas, y olvidados entre ellas, inmóviles, aparecieron mustios y descoloridos unos pétalos de rosa. Estaban secos como pergaminos, viejos y atravesados por unas hebras que parecían estar a punto de resquebrajarlos. Al instante me asaltó el recuerdo que activó mi memoria, que me transportó hasta aquél momento único, dulce y arrullador. Casi pude sentir el roce suave de su boca, el olor masculino de su cuello y el color de sus ropas, la música... Todo volvió de golpe a través de aquellos pétalos que me asomaron a la ventana de un tiempo sobre el que ahora flotaba completamente sometida, absorta y vencida. Fue breve, pero fue intenso. Y fue nostálgico, pero hermoso.

martes, 20 de septiembre de 2011

La decisión de mi madre

La libertad guiando al pueblo, Eugène Delacroix



Como cada tarde al salir del colegio, mi madre y yo fuimos a visitar a mi abuela. Cuando llegamos estaban allí dos cuñadas de mi abuela, mi tía y una vecina. Hacía sólo cinco días que habían enterrado a mi abuelo y en la casa no faltaban visitas que iban a dar el pésame y a arropar a la familia.

 Mi madre y su hermana preparaban café y unas pastas mientras comentaban con las demás la noticia del día, de la que hablaba todo el mundo en el pueblo. El criminal atentado contra el presidente del gobierno Carrero Blanco.
-En la tele no hablan de otra cosa, dijo la vecina.
-En mi casa no se ve la televisión –replicó mi abuela con actitud rígida y severa. La actitud de quien sustenta su dignidad en el recto cumplimiento de las normas que rigen la decencia y el comportamiento moral. Según esas normas, cuando moría un familiar muy allegado quedaba terminantemente prohibido oír la radio o ver la televisión durante al menos un mes. Mi madre me dirigió una mirada cómplice y sonriente: yo seguía viendo Los chiripitifláuticos en la tele todas las tardes al volver de casa de mi abuela.
Tras un instante de silencio, mi tía abuela, sin levantar los ojos de la cucharilla con la que daba vueltas a su café con leche, se dirigió a mi madre en un tono socarrón que iba cargado de malicia.
-Veo que no te pones velo, Elisa.
Era costumbre desde tiempos inmemoriales que las mujeres más allegada al difunto vistieran de negro riguroso en señal de luto. Ese luto incluía también un velo para cubrirse la cabeza. Todas las mujeres de la familia se lo pusieron. Todas menos mi madre, que aunque vestía de negro había decidido, contraviniendo esa sagrada costumbre, no ponerse el velo nunca más.
-Sí, esta hija mía está dispuesta a matar a su madre de un disgusto –contestó mi abuela sin darle tiempo a mi madre a hablar–. En este pueblo, aun sin pecar, te levantan los pies del suelo. Y salir a la calle sin el velo, estando su padre recién muerto, es escupirle a Dios en la cara.
Clavando los ojos en mi madre, con un odio y un desprecio que yo nunca había visto en su mirada, concluyó:
-Cuánto no andaremos en bocas de todo el mundo por tu culpa.

Cinco años después murió mi abuela. El día de su entierro todas las mujeres de la familia vestíamos de luto. Pero para entonces ya ninguna se puso el velo.




viernes, 3 de junio de 2011

Los ojos de mi padre

El dios Marte, Velázquez


Aún estaba oscuro, era una madrugada de esas crudas de invierno, cuando entré en su dormitorio para coger una goma del pelo de las que mi madre guardaba en un cajón de la cómoda. Estaba sentado al borde de la cama, el cuerpo vencido hacia delante con los brazos apoyados sobre las rodillas. En las manos entrelazadas, encallecidas y renegridas por el carbón, sostenía un cigarrillo. La mirada descansaba en el infinito de una baldosa.

-¿Qué hace usted, padre? Va a llegar tarde al trabajo, son casi las seis.

No me contestó. Sin prisas, dio una última calada al cigarro y lo apagó. Mientras me recogía la coleta observé cómo con una lentitud casi dolorosa se levantó y se puso la pelliza. Se volvió y fijó sus ojos en los míos, sus ojos azul desvaido, vidriosos; perdidos en algún lugar del que nunca volvieron. Me miró con una mirada  envuelta en ternura y al mismo tiempo desnuda.

Mi madre cacharreaba en la cocina cuando él cogió su bolsa con el almuerzo y salió. Yo acabé de vestirme y salí para la fábrica. Nunca más volvimos a verlo.

lunes, 30 de mayo de 2011

Probando, probando

No sé cómo se utiliza un blog. Tenía abierto este pero nunca lo había usado. Bueno, a ver qué tal.