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domingo, 18 de junio de 2017

PALABRAS AL VIENTO






Rosario y Pilar aún no han sacado las sillas bajas a la puerta de casa para tomar el fresco como cada tarde. Y eso que hace ya un rato que el sol dejó de sacarle brillo a los cantos rodados de la calle, pero es que hoy esperan una visita a la que no van a recibir, y hasta que no se vaya no saldrán.

Rosario está soltera, soltera vieja, como llaman en el pueblo a las solteras de su edad. Pilar está viuda y tiene dos hijos y cinco nietos. Las dos viven en esa casa desde que nacieron, Pilar seis años antes que Rosario. Las dos visten igual, a la antigua usanza: sayas oscuras hasta la pantorrilla y blusa oscura metida por dentro; las medias, en verano, de color carne y en invierno, negras. El peinado no varía, rodete en la nuca. Rosario y Pilar nunca han podido vivir la una sin la otra. Ahora menos.

—Le dices que no estoy. Que me he ido a casa de Gregoria. Sí, eso, que he ido a ver a Gregoria. Que está en la cama, dile —dice Rosario, balanceando su mecedora como si tuviera que ganar algún campeonato a la más rápida.

Gregoria estaba esta mañana vendiendo sus patatas y sus cebollas en el mercado hecha una rosa, piensa Pilar, sentada cerca de su hermana, mientras sigue cosiéndole unas puntillas a la funda de un cojín, sin inmutarse.

—O mira, no. No le digas eso. Mejor dile que soy yo la que estoy mala. Que tengo fiebres y no puedo levantarme. No vaya a ser que si le dices que estoy de visita quiera volver luego.

Aunque ya tienen timbre, en la puerta suenan tres golpes dados con el llamador de mano. Rosario frena la mecedora y se pone de pie. Pilar ensarta la aguja en la tela y deja la costura en el cesto que tiene a los pies. Se levanta con la misma tranquilidad de siempre y guarda sus gafas en la funda. Las dos hermanas están de pie frente a frente.

—Dile que tengo colitis. Que me cago patas abajo —a Rosario se le queda en la cara esa expresión jocosa que tan bien conoce Pilar.

No sería raro. No has parado de comer desde que ayer nos dijo Don Ismael que Ramón está aquí y que hoy vendría a verte, piensa Pilar, moviendo la cabeza resignada, mientras se va hacia la puerta.

Cómo puede haberle dado Dios a mi hermana este aplomo, Jesús bendito, piensa Rosario, mientas se lanza hacia la ventana que hay cerca de la puerta y separa los visillos un poco. Lo justo para poder ver sin ser vista. Ahí están los dos. Tal como dijo Don Ismael: Ramón y su mujer. Ramón está muy calvo, tiene una nariz garbancera que no parece la suya, ha engordado mucho, tiene papada y bolsas en los ojos. Eso sí, su mirada sigue siendo azul como el cielo. Rosario tiene toda su atención puesta en lo que ve y apenas escucha lo que hablan. Sólo oye algunas palabras sueltas dichas por su hermana y Ramón. Aquí no se te ha perdido nada. Reconciliación, Pilar. Lo que sí oye Rosario con claridad en ese momento son otras palabras más viejas. No puedo quedarme, amor mío. Si no me voy antes de que esto acabe, me matarán. Me voy a Francia. Espérame, no puedo vivir sin ti, vida mía. Volveré y te llevaré conmigo. Bah, palabras al viento. Si me hubiese querido de verdad no habría tardado cuarenta años en volver. ¡Y casado con una francesa! Un coche empapelado con la cara de Adolfo Suárez atraviesa la calle con el altavoz del techo cantando a todo volumen “Vota libertad”. Ramón viste como los ricos. Americana azul marino y camisa blanca. La raya del pantalón está impecable. Ella es francesa. Pero francesa, francesa, Jesús bendito. Qué pelo más rubio y más bien peinado. Y ese pantalón, tan azul y tan brillante. El blusón, qué de flores y de coloridos tiene. Los tacones son de medio metro por lo menos. Jesús bendito. La francesa gira la cara hacia la ventana y Rosario suelta los visillos de golpe. Será zorra. Esa me ha olido.

Pilar cierra la puerta y entra.

—Asunto concluido—le dice a Rosario, que la espera de pie en la salita, retocándose las agujas del moño, nerviosa, como cuando algo la pilla con el paso cambiado—. ¿Podemos ya salir a la puerta de la calle a tomar el fresco?

—Ramón está viejo, viejo. No me digas que no. Y ella, un loro.

—Claro, y tú y yo somos Sarita Montiel. Trae las sillas, anda.



FIN

viernes, 6 de enero de 2017

AQUELLA NAVIDAD




Araceli entró en la cocina restregándose los ojos. Su madre desgranaba unos guisantes mientras en la radio las voces de unos niños cantaban una letanía de números y pesetas.

—Hola, vida mía —le dijo su madre—. Has dormido hasta las tantas.

—¿Qué cantan en la radio? —preguntó.

—Es el sorteo de la lotería de Navidad. Tu padre y Daniel compraron participaciones de lotería en sus trabajos. Si nos tocara, aunque sea un poquito... —dejó los guisantes y fue a prepararle el desayuno.

Hacía días que su madre andaba triste. Sobre todo cuando se hablaba de la Navidad. Ya fuera en las tiendas, “es el primer año que las pasaremos solos, lejos de nuestras familias, y echo mucho en falta a mis padres, mis hermanos, mis tías…”, o en casa, “no tengo ilusión en celebrar la Navidad, y que me perdone Dios, pero si pongo adornos en casa es sólo por la niña”, solía decir, con los ojos humedecidos. A Araceli no le gustaba ver así a su madre, más teniendo en cuenta que ella estaba feliz. Gracias a la Navidad tenía vacaciones en el colegio y durante unos días no vería a la monja gruñona, ni a su madre arrodillada fregando los suelos de ese colegio, podría jugar mucho rato con sus amigas de la escalera, leer los cuentos viejos que su hermana Rosa le traía de la casa donde trabajaba de sirvienta o acompañar a su madre a comprar y a todas partes. Además, en esos días todo era diferente, extraño, todo el mundo estaba alegre y triste a la vez.

Las explanadas de la calle se llenaron de grupos de pavos que no paraban de graznar mientras su dueño les atizaba con una vara y voceaba el precio al que los vendía. Los puestos del mercado estaban abarrotados de todo, incluso había puestos de venta de zambombas y panderetas en los alrededores. Desde la ventana de su habitación veía como el podio del guardia urbano que había en el cruce de la carretera se llenaba de turrrones y botellas de champán. En el trabajo, a su padre y a sus dos hermanos les dieron un paquete lleno de cosas de comer, polvorones, turrón, champán, vino… El de Antoñito, que se colocó de aprendiz de dependiente en una ferretería, traía incluso una caja de alcayatas. La llegada a casa con el paquete se convertía en un acontecimiento. Por la noche le pedían a Araceli que lo abriera, y mientras ella y Rosa sacaban lo que traía dentro entre las exclamaciones y la alegría de los cuatro hermanos, su madre se secaba las lágrimas con el borde del mandil y su padre los miraba fumando suu eterno cigarrillo en silencio, junto a la estufa. A Rosa, los señores de la casa en la que servía le dieron dos tabletas de turrón y cien pesetas que su madre le guardó para ir comprándole el ajuar. A Araceli le encantaba todo ese ambiente. Le encantaban las luces de colores que adornaron las calles del centro de la ciudad, los adornos navideños de las casas de sus vecinas y de las tiendas, las bolas de colores y sus brillos. Le gustaba todo menos la tristeza de su madre.

El día de Nochebuena por la mañana, cuando Araceli y su madre volvían del mercado, había un gran revuelo en casa de la portera. Por lo visto, la Lucre, la vecina del tercero, se puso de parto, y cuando salía para la clínica tuvo que meterse en la portería porque el niño decidió nacer allí mismo. A mediodía subió con su madre a conocerlo. Al niño le pusieron de nombre Jesús. La abuela dijo que se lo había ganado por sus fueros.

Por la noche su madre guisó una cena especial, de Nochebuena. Mientras la preparaba llegaron a casa Juan, Paco y Vicente, tres chicos del pueblo que vivían en una pensión y venían a recoger la ropa que su madre les lavaba. Los invitó a cenar pero la dueña de la pensión ya había hecho el gasto de su cena, dijeron, así que vendrían después, a los turrones. Antes de irse le dieron a Araceli dos pesetas cada uno. “Los Reyes Magos se han adelantado”, le dijo su madre. Eso era un pequeño tesoro y quiso dárselo para contribuir al gasto de propinas que ese día tuvo con el barrendero, el sereno y el basurero, que habían llamado a la puerta dándole una tarjeta de felicitación. Su madre le dio un beso y le dijo que se las quedara para ella, para sus gastos en el kiosco. Cuando acabaron de cenar llegaron, tal como prometieron, los tres jóvenes paisanos. También bajó el padre de Jesús, el niño recién nacido, con sus otros hijos, Juani, la amiguita de Araceli, y Apolonio, amigo de Antoñito. Vinieron además otras dos vecinas, dos hermanas solteras, extremeñas. Su madre trajo los turrones a la mesa,  polvorones, rosquillas de anís que había hecho el día anterior y barquillos, y su hermano Daniel abrió el champán. Todos cantaron villancicos y tocaron panderetas y zambombas. Su madre por fin estaba alegre y reía. Su padre, sentado a un lado de la mesa, hasta rió a gusto cuando Daniel se cayó de culo y le vertió la copa de champán en la espalda a una de las hermanas extremeñas. Araceli era la más feliz de todos.

Cuando en Nochebuena su yerno preguntó qué sentido tenía la Navidad en el siglo XXI Araceli no supo qué contestarle, pero a su mente acudió, como tantas veces durante toda su vida, aquella Navidad en la que todo fue posible. Quizá eso fuera la Navidad, pensó, el refugio donde cobijar la memoria de nuestra inocencia.

FIN