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domingo, 31 de marzo de 2019

Volvemos a empezar


El 23F yo tenía veintidós años y un hijo de tres meses. A última hora de aquella tarde estaba en el comedor de mi casa planchando una tanda de ropa, cerca del moisés donde dormía mi hijo. Tenía la radio puesta y los informativos dijeron que unos guardias civiles habían entrado en el Congreso de los Diputados y los tenían allí secuestrados. Sentí más curiosidad que preocupación por esa noticia. No sabía qué podía significar todo eso ni su alcance, sólo sabía que estábamos en democracia, y que la democracia nos salvaba de todo.  

Estaba terminando la plancha cuando sonó el teléfono. Era mi madre. No sabía nada de lo del Congreso y cuando se lo dije gritó asustada “¡Huy, eso es un golpe de Estado! ¡Así empezó la guerra, madre mía, así! ¿Es que no tuvimos bastante? ¿Es que otra vez volvemos a empezar?” A mí, en mi infinita y arrogante ignorancia, me pareció estar oyendo a alguien de la prehistoria. “¡Anda, mama!” le dije, desdeñosa y engreída, “¿Pero tú te crees que ahora en España estamos como cuando la guerra? Ahora ya no hay analfabetos, y las cosas se arreglan hablando, no a tiros”. Mi madre había nacido en 1917, vivió su infancia bajo la dictadura de Primo de Rivera, vio irse a Alfonso XIII y vio llegar la Segunda República, sufrió la guerra y la dictadura franquista y recibió la Transición con las reservas de quien ha visto saltar por los aires o hundirse en el fango demasiados ideales y causas y ha visto acometer traiciones y bajezas en nombre del pueblo y de la patria a hombres cargados de ambición, crueldad y rencor. 

Cuando colgué le cambié el pañal a mi hijo y mientras le daba el pecho llamó mi marido, que estaba en Valencia por asuntos familiares. “Valencia da miedo”, me dijo. “Las calles temblaban cuando pasaban los tanques del Ejército. No se ve un alma en ellas, la gente está en sus casas y los negocios, cerrados. Baja las persianas y, por favor, no salgas de casa por nada del mundo”. Acosté al niño en su moisés y me asomé a la ventana. La avenida estaba oscura y desierta. El bar de enfrente había bajado la persiana, también la farmacia. Apenas si circulaban coches. 

Mirando aquel paisaje sentí un escalofrío que nunca antes había sentido. Bajé la persiana y me senté frente a la tele para ver el telediario de Joaquín Arozamena, en la UHF. Informaba del asalto al Congreso. Mi instinto, y una luz que empezaba a encenderse en mi cabeza, me hicieron sentirme idiota y ridícula. Esa luz me decía que había infravalorado y menospreciado la memoria de mi padre, que en lo poco que hablaba de la guerra le oí decir que los republicanos lo tuvieron en las trincheras los tres años que duró, que a su hermano Adolfo, los nacionales lo tuvieron dos años y que al pequeño, José, se lo llevaron con diecisiete con la quinta del biberón. Menosprecié la memoria de mi madre, que de niña oyó hablar a sus abuelos de La Gloriosa; la de mi abuelo, que hablaba con orgullo de su tío Alfonso, un soldado húsar que murió en la última guerra carlista; la de mi abuela, que recordaba con cuánta tristeza vivió de niña la pérdida de Cuba. 

Con una pena que me inundaba entera y un miedo nuevo y desconocido acerqué el moisés y lo puse a mi lado, pegado a mí. Miré a mi hijo, que dormía tranquilo, ajeno a todo, y pasé el brazo por encima del cesto. Quería protegerlo, aunque aún no sabía muy bien de qué.

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