El 23F yo tenía
veintidós años y un hijo de tres meses. A última hora de aquella tarde estaba
en el comedor de mi casa planchando una tanda de ropa, cerca del moisés donde dormía
mi hijo. Tenía la radio puesta y los informativos dijeron que unos guardias
civiles habían entrado en el Congreso de los Diputados y los tenían allí secuestrados.
Sentí más curiosidad que preocupación por esa noticia. No sabía qué podía
significar todo eso ni su alcance, sólo sabía que estábamos en democracia, y
que la democracia nos salvaba de todo.
Estaba terminando la
plancha cuando sonó el teléfono. Era mi madre. No sabía nada de lo del Congreso
y cuando se lo dije gritó asustada “¡Huy, eso es un golpe de Estado! ¡Así
empezó la guerra, madre mía, así! ¿Es que no tuvimos bastante? ¿Es que otra vez
volvemos a empezar?” A mí, en mi infinita y arrogante ignorancia, me pareció estar
oyendo a alguien de la prehistoria. “¡Anda, mama!” le dije, desdeñosa y
engreída, “¿Pero tú te crees que ahora en España estamos como cuando la guerra?
Ahora ya no hay analfabetos, y las cosas se arreglan hablando, no a tiros”. Mi
madre había nacido en 1917, vivió su infancia bajo la dictadura de Primo de
Rivera, vio irse a Alfonso XIII y vio llegar la Segunda República, sufrió la
guerra y la dictadura franquista y recibió la Transición con las reservas de
quien ha visto saltar por los aires o hundirse en el fango demasiados ideales y
causas y ha visto acometer traiciones y bajezas en nombre del pueblo y de la
patria a hombres cargados de ambición, crueldad y rencor.
Cuando colgué le cambié
el pañal a mi hijo y mientras le daba el pecho llamó mi marido, que estaba en Valencia
por asuntos familiares. “Valencia da miedo”, me dijo. “Las calles temblaban
cuando pasaban los tanques del Ejército. No se ve un alma en ellas, la gente
está en sus casas y los negocios, cerrados. Baja las persianas y, por favor, no
salgas de casa por nada del mundo”. Acosté al niño en su moisés y me asomé a la
ventana. La avenida estaba oscura y desierta. El bar de enfrente había bajado
la persiana, también la farmacia. Apenas si circulaban coches.
Mirando aquel paisaje
sentí un escalofrío que nunca antes había sentido. Bajé la persiana y me senté frente
a la tele para ver el telediario de Joaquín Arozamena, en la UHF. Informaba del
asalto al Congreso. Mi instinto, y una luz que empezaba a encenderse en mi
cabeza, me hicieron sentirme idiota y ridícula. Esa luz me decía que había
infravalorado y menospreciado la memoria de mi padre, que en lo poco que
hablaba de la guerra le oí decir que los republicanos lo tuvieron en las
trincheras los tres años que duró, que a su hermano Adolfo, los nacionales lo
tuvieron dos años y que al pequeño, José, se lo llevaron con diecisiete con la
quinta del biberón. Menosprecié la memoria de mi madre, que de niña oyó hablar
a sus abuelos de La Gloriosa; la de mi abuelo, que hablaba con orgullo de su tío
Alfonso, un soldado húsar que murió en la última guerra carlista; la de mi
abuela, que recordaba con cuánta tristeza vivió de niña la pérdida de Cuba.
Con una pena que me
inundaba entera y un miedo nuevo y desconocido acerqué el moisés y lo puse a mi
lado, pegado a mí. Miré a mi hijo, que dormía tranquilo, ajeno a todo, y pasé
el brazo por encima del cesto. Quería protegerlo, aunque aún no sabía muy bien de
qué.