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martes, 28 de enero de 2014

Las garras de la bestia

Perfomance realizada por Francisco Martínez sobre un detalle del cuadro "Alegoría del triunfo de Venus", de Bronzino.




Hojeaba una revista en la sala de espera de la clínica dental cuando la enfermera, una simpática mujer a punto de jubilarse, lo llamó por su nombre.

–Ismael Hidalgo. Pase, por favor –dijo sonriendo y franqueándole el paso. Hacía unas semanas que Ismael había ido a la consulta porque notaba molestias en una muela. Aquello derivó en que había que hacer algunos empastes y una extracción. A los cuarenta y tantos es lo que tocaba: empezar a reparar desperfectos.

La dentista ya esperaba en el pequeño quirófano con los utensilios listos para extraerle la muela. Era una mujer reservada y algo fría, pero a Ismael no le disgustaba. Incluso prefería que fuera así. Se convertía en un atajo de nervios en cuanto se sentaba en el sillón de un dentista y le alteraban los charlatanes que se distraían de su trabajo con la conversación. Así que su abstracción le daba seguridad. Acompañada como siempre de la enfermera,  la  doctora procedió sin  prisas. La muela que había que sacar estaba en la encía superior y eso entrañaba algunos riesgos que no existirían en la inferior. Puso en cada maniobra la atención y el oficio que requería. Esperó y comprobó, hasta estar segura, que la muela estaba completamente anestesiada. Incluso había utilizado más sustancia de lo normal. Las muelas de Ismael se protegían de la anestesia con un ahínco casi imbatible. La mujer le introdujo las tenazas en la boca y, con cuidado, comenzó a forcejear con la pieza dental que tenía unas raíces descomunales, agarradas a la carne como si estuvieran soldadas. Empezó  a efectuar movimientos suaves pero enérgicos que poco a poco hicieron que la muela se aflojara y comenzara a desprenderse. Siguió tirando de ella con la precaución  necesaria  y  cuando notó que cedía dio un último estirón y la arrancó de la cavidad. En ese mismo instante Ismael sintió una sacudida que lo estremeció por completo. Parecía como si en el momento de arrancarle la muela alguien le hubiera golpeado con un mazo de hierro en el lado derecho de la cabeza, el de la muela recién sacada, que lo traspasó por completo. Se incorporó de un salto en el butacón dando un alarido que se oyó en todo el consultorio. Con las manos puestas en la boca y apretándose en la cabeza no podía apenas enjuagarse mientras la doctora, sobresaltada y atónita por ese trance tan inesperado, y la enfermera, con un susto de muerte y presa de la ofuscación, trataban de ayudarlo y aclarar qué era lo que había fallado.

–¡Dios santo, qué dolor! ¿Qué es esto, qué ha pasado? ¿Por qué me duele tanto? –preguntaba Ismael, espantado, en medio del pequeño caos que acababa de producirse.

–No  lo    –contestó  la  dentista. Todo iba bien, no ha pasado nada anormal. Está todo correcto. No sé a qué pueda deberse este dolor tan brusco. Tómese este calmante –le dijo, tratando de tranquilizarlo mientras le daba una ampolla bebible- y pásese un rato a la otra sala, la enfermera le acompañará. Ahí estirado en el butacón, relajado, se le calmará el dolor.

 Cuando llegó a su casa, Ismael le contó a su mujer lo que había pasado. Él era un hombre de los que apenas se quejaba. Tenía mucha resistencia física. Era fuerte y enérgico. Hacía años que practicaba kárate y tenis, y de vez en cuando jugaba algún partido de fútbol con los amigos. Toda esa actividad lo tenía habituado a los golpes y las magulladuras y soportaba el dolor con una entereza espartana. Su carácter orgulloso tampoco le facilitaba lo de lamentarse. Por eso Merche se preocupó mucho cuando su marido le contó el episodio en la dentista.

–Como si una bestia me desgarrara el lado derecho de la cabeza y me clavara un hierro ardiendo en el ojo. Todavía no se me ha pasado del todo. Después de una hora y media en la otra sala y la doctora dándome toda clase de calmantes aún siento un runrún en todo el lado.

 

Pasaron los días y el dolor remitió por completo. Ismael y Merche no quisieron darle importancia a aquel extraño episodio y continuaron con su vida normal. Ismael trabajando como encargado en un restaurante y Merche de dependienta en una tienda, además de cuidar de sus hijos, Ismael, de quince años y Aurora, de trece. Pasaron las semanas, los meses, y su vida discurría tranquila. Al cabo de varios meses llegó la primavera. Una noche Merche se despertó al notar que su marido había encendido la luz de la mesilla. Estaba recostado, con la espalda echada en el cabecero. Cuando lo miró vio que tenía el semblante muy serio y la mirada extraviada, estaba como desconcertado. Se incorporó de un salto, asustada.

–¿Qué te pasa Ismael? Tienes la cara blanca.

–No lo sé. Me ha despertado un dolor que me ha recorrido el lado derecho de la cabeza. Desde la encía donde me quitaron la muela que me dio aquel dolor tan fuerte –mientras le hablaba mantenía la mirada en el vacío.

–¿Te sigue doliendo? Te traeré un calmante –Merche hizo el ademán de levantarse.

–No –la sujetó Ismael del brazo-. No me traigas nada, no. Ya no me duele –se le relajó la expresión y el color empezó a acudirle a la cara-. Ha sido muy extraño. Me ha despertado un dolor brusco, como garras que arrancan la carne, y he sentido también como si me clavaran algo ardiendo en el ojo. Al incorporarme de un salto ha desaparecido. Ha sido el mismo dolor que el de aquel día en el consultorio de la dentista. Como garras despedazándome la cabeza –a Merche la estremeció un escalofrío.

 

La doctora de cabecera le recetó unos sobres de ibuprofeno y lo remitió al neurólogo. Los episodios habían empezado a repetirse a diario y a medida que avanzaba el tiempo se multiplicaron por dos, tres y hasta seis ataques por noche, cada vez con más agresividad y siempre al cabo de una hora y media o dos horas aproximadamente después de dormirse. Merche lo oía levantarse y salir rápido, gimiendo ya de dolor, en busca de ibuprofeno. Ella iba detrás pero Ismael la rechazaba. ¡A Merche! que la quería más que a su vida y para la que jamás había tenido un mal semblante. El aire que le diera a ella o a sus hijos le dolía a él, y sin embargo aquel dolor tan humanamente insoportable lo transformaba como si de un doctor Jekyll se tratase. El dolor era extremadamente intenso. Le iba por el lado derecho de la cara, desde la encía, y le subía por la nariz, el ojo y ese lado de la cabeza, hasta casi la nuca. La nariz se le congestionaba, aunque solo en ese lateral, y el ojo se le dilataba sin parar de llorarle. No podía quedarse quieto, el dolor no lo dejaba, y caminaba por el salón apretándose la cabeza y el ojo con las manos. Era desesperante. No podía parar de moverse, inclinarse y erguirse constantemente. Muchas veces incluso lloraba tirado en el suelo, tan cruel había llegado a ser ese dolor. Por nada del mundo quería que su mujer lo viera en ese estado. Ni sus hijos. Ni nadie. El dolor lo invadía completamente y le anulaba cualquier voluntad. Mientras duraba el ataque, que oscilaba entre veinte minutos y una hora, no podía hacer nada, ni siquiera pensar. Lo paralizaba y lo desarmaba. Había un algo humillante en ese dolor. Como si esa bestia se enseñorease de su poder y quisiera hacer sentir su fuerza aterrorizando y sometiendo a la persona. Había una intención demoníaca en ese dolor.

 

El  neurólogo que visitó a Ismael unos días después aparentaba su misma edad. Tenía un carácter tímido y una sonrisa franca, casi como la de un niño. Mientras Ismael le hablaba él escuchaba en silencio y escribía  en los papeles que tenía sobre la mesa. Al cabo alzó la cabeza y con un rictus de duda le dijo que era probable que esos ataques de dolor fueran neuralgias del trigémino. No era nada grave pero sí muy doloroso. Le recetó Cortisona y Verapamilo, un medicamento para controlar la presión sanguínea, y le envió a hacerse un TAC para descartar lesiones en la cabeza. Al cabo de unos días de tomar el medicamento los ataques bajaron de intensidad. Sin embargo, en cuanto acabó el tratamiento, la bestia volvió por sus fueros: todas las noches y también durante el día. Merche lo oía levantarse desesperado en busca del calmante. Sufría lo indecible, sin poder ayudarlo en nada. Una noche se acercó a la cocina y lo vio inclinado sobre la encimera. El hielo le calmaba y se ponía un trozo grande envuelto en una servilleta, sobre la zona del dolor. Se fue al salón a esperarlo, sentada en el sofá, los codos sobre las rodillas y la cara hundida entre las manos. Como si pudiera retener en ellas la enorme impotencia que sentía. Después de un rato oyó por fin cómo su marido tiraba los restos de hielo al fregadero, con la respiración aún jadeante, igual que si acabara de salvar la vida en una pelea a muerte con una fiera. Ismael se sonó la nariz y se secó el ojo, como hacía siempre de que el dolor por fin remitía. Entró al salón y se sentó junto a ella en el sofá, la sangre y la respiración habían recobrado su pulso. Se echó sobre su regazo, completamente abatido.

–¿Qué es esto que me pasa? ¿Qué tengo? –Lloró. Se sentía débil y cansado. Merche lo abrazó y lloró con él en silencio. No supo qué decirle.

 

Cuando volvieron a la consulta del neurólogo éste les dijo que el TAC no mostraba que hubiera ningún tipo de lesión. Ismael le explicó que los ataques eran insufribles, que no sabía cómo iba a poder soportarlos más tiempo, y duraban ya diez semanas. Sus vidas ya no podían seguir un ritmo normal, él no podía ir a trabajar, tuvo que pedir la baja porque apenas dormía y estaba agotado. Merche tampoco atendía su trabajo como debía y sus hijos también sufrían las consecuencias. Trataban de ayudar como podían, pero eran sólo dos adolescentes que hacían esfuerzos por entender por qué aquel dolor se ensañaba con su padre de esa manera tan brutal. El neurólogo escuchaba y escribía y cuando Ismael terminó de hablar le dijo que tenía el diagnóstico:

–Lo que usted padece son cefaleas en racimo, también se les llama cluster, agrupadas… Se las llama así porque nunca viene un ataque solo. Vienen varios ataques durante varios días, semanas o meses. La causa que lo provoca se desconoce, y de hecho, no hay lesión ni enfermedad que lo origine. Se la reconoce por los síntomas, como un síndrome. A usted se las desencadenó la extracción de una muela pero se las podría haber desencadenado cualquier otra cosa. O presentarse espontáneamente –hizo una pequeña pausa entornando los ojos, como si escudriñara las palabras en su mente-. La buena noticia es que no es algo grave, pero la mala es que es crónico. Quiero decir que padecerá estas cefaleas mientras viva. En episodios que, como ya le he dicho, pueden durar días, semanas o hasta meses. Suelen aparecer cada año, año y medio, dos años. Pueden incluso estar más años sin aparecer, en periodo de remisión. También hay quien no tiene periodos de remisión y las padece a diario durante años. No hay regla. Se relacionan con los cambios estacionales, pero tampoco es normativo.

Ismael y Merche lo escuchaban entre una mezcla de espanto y alivio.

–¿Y qué tratamiento hay para esta enfermedad. O síndrome, como se le diga? –preguntó Merche.

–No hay ningún medicamento específico para el racimo. Y como además es una enfermedad rara que la padece un porcentaje mínimo de personas, apenas si se conoce nada sobre su terapéutica –consultó el montón de papeles que tenía delante-. Como veo que la cortisona no ha funcionado le voy a cambiar el tratamiento. Vamos a probar con litio. Es un medicamento que acorta el ciclo, y en algunos pacientes ha dado resultado, pero hay que ir con cuidado. Tendré que hacerle un control de sangre cada quince días para asegurarnos de que lo elimina bien. Para abortar el dolor existen dos métodos muy efectivos: unos autoinyectables, a base de sumatriptán, y la inhalación de oxígeno puro. Es casi lo único efectivo para abortar este dolor –lo miró con un fondo de compasión en los ojos-. Este es el dolor más fuerte que puede llegar a soportar un ser humano. –Carraspeó y bajó la mirada revolviendo en los papeles-. Le tramitaré la solicitud y en unos días le llevarán la bombona de oxígeno a casa. Las autoinyectable se las receto ahora. Cuando note que acude el dolor, solo tiene que pincharse una de ellas en el brazo o en el muslo y el dolor desaparecerá al cabo de unos minutos. Ah, y es importante que no se pinche más de tres en un día. Le daría un infarto –le dijo, con su aire de sabio despistado.

 

Cuando salieron de la consulta se fueron directos a la farmacia y al llegar a casa Ismael se tomó la primera pastilla de litio. Al momento buscaron en los libros que tenían en casa, y en Internet toda la información que pudieron sobre las cefaleas en racimo. Dieron con una asociación de sufridores, que centraba su interés en dar a conocer esta enfermedad rara y en que se investigara más sobre ella. El desconocimiento de ese dolor tan desproporcionado generaba la incomprensión de mucha gente. La mayoría creían que era una simple jaqueca y que eso no podía ser tan grave. Supieron de otras personas que las sufrían. Gente que las padecía en ciclos regulares y otros que sin embargo nunca podían prever cuándo aparecerían. En algunos ciclos los ataques duraban unas pocas semanas, en otros sin embargo podían durar meses o incluso años. Los ataques podían ser sólo nocturnos y al ciclo siguiente tenerlos también durante el día. Era un padecimiento en el que se podían hacer pocas previsiones. Sin embargo en lo que todos coincidían era en reconocer que el dolor era inhumano, de una intensidad que sobrepasaba lo soportable. Las mujeres que lo padecían no dudaban en asegurar que eran peor que los dolores de un parto. En un foro de Internet leyeron experiencias espeluznantes. Una mujer canadiense salía en plena noche, a poner la cabeza sobre la nieve de su jardín porque le aliviaba el dolor. Normalmente estaban a 10º bajo cero. Otro hombre tuvo que irse una noche a urgencias cuando se le pasó el dolor. Era de los pocos a los que el calor les calmaba, solía ponerse el secador del pelo sobre la sien con el chorro de aire caliente al máximo. Aquella noche había sido tal el dolor y tantos los ataques que hasta que no remitió no se dio cuenta de que el calor le había abrasado la piel. Pero lo que les encogió el corazón por completo fue saber que este sufrimiento afectaba también a algunos niños. Había algo común a todos los sufridores de cefaleas en racimo: para todos, mientras estaban en ciclo, la vida se volvía dura y amarga. Muy difícil de sobrellevar. No en balde les llamaban las cefaleas suicidas.

 

Al llegar la noche la bestia llegó puntual, clavó sus garras a la hora y media de sueño. Ismael estaba exhausto después de tantas semanas sin apenas dormir, de tantos días de dolor y tensión. Se removió en la cama, denso, confuso y al fin se levantó bruscamente. El dolor lo aterrorizaba y lo apocaba, pero el hecho de tener ese calmante tan poderoso le hizo sentir una fe renovada. Lo probó, no sin miedo, por los efectos secundarios de un medicamento tan fuerte, y notó como al cabo de unos minutos pasaba de estar en el infierno más atroz a estar en la paz más absoluta. No era mal arma para plantarle batalla a esta bestia, pensó. Como el dolor se presentaba cuando quería y donde quería, desde ese día ya no salía a la calle sin llevar encima una caja del autoinyectable. Una vez tuvo que meterse en el soportal de un edificio de vecinos a inyectarse. Era un lunes a mediodía y había quedado en un restaurante con un amigo. Cuando estaba llegando al local sintió a la bestia, que sin invitación quería unirse al evento. Al resguardo del portal, sacó la jeringuilla de la caja, y entre temblores, la muy zorra venía con ganas, y a duras penas, se clavó la inyección en el brazo. La camisa desabrochada, con la manga bajada, la boca en un rictus de dolor que dejaba a la vista los dientes apretados con ferocidad, el ojo dilatado y acuoso, y de su garganta saliendo un sonido ronco y sordo, de dolor, Ismael alzó la cabeza y se encontró con los ojos de una mujer de unos cincuenta años, que salía por el pasillo de la portería y que se paró en seco al verlo. Lo miró fijamente y al instante dio la vuelta y echó a correr por donde había venido. Desde donde estaba, Ismael pudo ver cómo la mujer ni siquiera se paraba a subir en el ascensor. Pasó de largo huyendo escaleras arriba, saltando los escalones de dos en dos.

 

Al cabo de unas semanas el ciclo terminó. Después de tres meses de dolor infernal los ataques habían remitido por completo. Hacía días que Ismael había vuelto al trabajo, en cuanto los ataques nocturnos bajaron a uno o dos. Le gustaba su trabajo y necesitaba volver a sus rutinas. Sus vidas por fin volvieron a la normalidad. Ismael recuperó sus clases de kárate, los partidos de tenis y Merche su trabajo a tiempo completo. Volvían a quedar para salir con los amigos, como hacían antes de sufrir las cefaleas, y los chicos respiraban de nuevo el ambiente alegre que siempre hubo en casa. Todo volvía a ser igual pero nada era lo mismo. Aquello les había hecho madurar, a cada uno a su modo. Con dureza, comprobaron la fragilidad sobre la que se sostiene nuestra felicidad. Lo terriblemente atrapados que estamos en nuestras limitaciones ante la naturaleza y ante nuestro propio cuerpo, ante el dolor físico, que puede adueñarse de nosotros y de nuestra voluntad. Fue una dura prueba que la familia superó con entereza. Demostraron ser un bloque sólido, sin fisuras. Ismael sabía que tenía una bestia al acecho, oculta en las sombras y dispuesta a saltarle y ponerlo en jaque en cualquier momento. Pero quizá algún día la ciencia, igual que aquel legendario san Jorge que venció al dragón, lograría también, ¿quién sabe? ¿por qué no? derrotar a esta bestia despiadada, inhumana y atroz de la que tan poco se sabía hasta ahora. Sólo el tiempo lo diría. Entretanto, la vida se ajustaba de nuevo, se hacía a su paso y, a ratos, se tornaría, como otras veces, como siempre, gozosamente feliz.

 

Fin