Los hechos que a continuación se relatan ocurrieron entre
1975 y 1976.
Juan y Santigo se conocieron en la Academia Militar
de Villaverde Alto, en Madrid. Habían llegado desde sus respectivos campamentos
para acabar de cumplir el servicio militar. Juan era Sevillano pero vivía en
Barcelona desde niño. Era un chico alto y fuerte, de carácter alegre y
extrovertido. Inquieto por naturaleza sentía curiosidad por todo lo que le
rodeaba. Tenía además un fuerte impulso protector, que lo hizo adoptar a
Santiago en cuanto lo vio por primera vez en el patio de la Academia, cargando con su
macuto, casi más grande que él y con aquella expresión de desamparo en sus
ojos. Santiago era tímido, de pocas palabras. Apenas sonreía, y cuando lo hacía
era bajo una mirada triste y melancólica. Había nacido en Galicia aunque vivía
en Burgos desde pequeño. Allí trabajaba
de dependiente en una ferretería. Los dos se hicieron inseparables. Los
destinaron al mismo dormitorio y también compartían sitio en la mesa. Los fines
de semana que tenían rebaje y no podían viajar a sus casas los pasaban
recorriendo las calles, discotecas y bares de Madrid. Santiago siempre a la
zaga de Juan, por el que ya sentía una abierta admiración y en el que había
encontrado al mejor de los amigos
-Contigo entro hasta en la misma boca del diablo –le había
dicho, una vez que Juan, siempre audaz y dispuesto a vivir experiencias, le
propuso entrar en un garito de juego de mala muerte que inspiraba muy poca
confianza.
La noche de difuntos Franco agonizaba y los soldados estuvieron
acuartelados. Cuando se retiraban a su pabellón a dormir todos iban charlando, resignados.
Un grupo bromeaba con fábulas sobre muertos y apariciones y alguien habló de la
ouija. Una tabla, dijo, en la que estaba escrito el alfabeto y la numeración
del cero al nueve y a través de la cual uno podía comunicarse con los espíritus
de los muertos. Sólo era necesario un vaso y dos o más personas para invocarlos.
Juan no había oído hablar de aquello hasta entonces y aunque el ocultismo no le
había interesado nunca especialmente ahora sentía una atracción inaudita por
aquel misterioso instrumento esotérico. Ante su curiosidad y su insistencia en probarlo
el otro le dijo que aquel juego podía ser peligroso y que con él no contara. Y
además de dónde iban a sacar una tabla de ouija allí, a esas horas y
acuartelados como estaban. Un soldado dijo que bastaría con escribir letras y
números en un folio y recortarlos uno a uno para tener algo parecido a la tabla.
En menos de lo que tardó en oírlo Juan tenía los recortes de papel ordenados en
círculo sobre el suelo, puso un vaso boca abajo en el centro y se arrodilló
junto al improvisado mecanismo. Se sentía fascinado por ese desafío misterioso
y estaba deseando probarlo. Los demás soldados, que agrupados en torno a él
habían estado mirándolo embelesados mientras lo preparaba todo, dieron un paso
atrás muertos de miedo cuando les pidió que se le unieran en la invocación a las ánimas. Corrían
muchas supersticiones sobre las ouijas y ninguno estaba dispuesto a comprobar
cuánto tenían de verdad.
-¿Tú, Santiago? –lo animó Juan, señalando el suelo con la
barbilla.
Santiago, que se había mantenido en segunda fila, dudó unos
segundos, lo miró a los ojos y vio su mirada clara y limpia de siempre. Se
acercó y se arrodilló frente a él. Con el índice puesto sobre el vaso cada uno
y rodeados de un silencio sepulcral Juan dijo unas palabras de invocación a los
espíritus. Al momento el vaso comenzó a moverse. Todos contenían la respiración
viendo al vaso moverse por las letras “s”, “o”, “y”, “n”, “i”, “c”, “o”, “m”,
“e”… Cuando iba hacia la letra “d” Santiago, como si una descarga eléctrica le
sacudiera, retiró el dedo del vaso y se levantó con la cara desencajada
-No quiero seguir –dijo, y se fue.
Al día siguiente, solos en una mesa de la cantina, Juan le
preguntó por qué tuvo aquella reacción tan extraña
-Cuando mi madre era joven –le contó Santiago- el dueño de
una fábrica del pueblo, un viudo con un hijo adolescente, la pretendió. Mi
madre le dio calabazas porque ella y mi padre, que trabajaba en esa fábrica,
andaban ya enamoriscados. Poco después se casaron y nací yo. Un día mi padre
maniobraba un camión marcha atrás a la salida del almacén. Quien le indicaba
los movimientos lo hizo tan mal que mi padre atropelló al hijo del dueño, que
quedó muerto allí mismo. Aquél hombre denunció a mi padre por homicidio
voluntario, incluso fue a una meiga a pedirle que nos echara mal de ojo. Mi
padre acabó en el penal de Burgos. Mi madre tuvo que malvender la casa para
irnos a vivir allí. Yo tenía cinco años. Mi padre enfermó de tuberculosis y
murió en la cárcel. Aquél chico al que mi padre atropelló se llamaba Nicomedes.
Una semana después de que los licenciaran Juan ya se había
incorporado a su trabajo de peón soldador. Un mediodía, cuando salía del
taller, pensó en Santiago y lo llamó desde la cabina de teléfono que había en
la calle. Le contestó una voz de mujer. Cuando preguntó por él hubo un silencio
-Soy su madre –contestó al fin la mujer- A Santiago lo enterramos
ayer. Lo atropelló un camión y murió en
el acto.
A Juan se le paró la sangre. Salió de la cabina aterrado de
espanto. Echó a andar sin voluntad, sin rumbo, sin fuerza en los músculos. En
sus retinas tenía fijado el rostro triste de Santiago. Las palabras que acababa
de oír al teléfono resonaban como un eco en su cabeza. Por eso no vio el
semáforo rojo mientras cruzaba la calle, ni oyó retronar el claxon del camión
que a la velocidad del diablo lo arroyó por la izquierda.